La sonrisa de la veleta
Fermín no se veía a sí mismo tan torpe como le consideraban los demás. Pero, sin duda, debía serlo porque desde muy pequeño había sentido la mirada compasiva de todos los que le rodeaban. Salvo su madre que siempre había contado con él para todo, nadie solía hacerle mucho caso. No es que hubiera sufrido nunca la crueldad ni el desprecio manifiesto de la gente, simplemente no era igual que los demás, y él lo sabía. Sin embargo, Fermín no era un tipo amargado y vivía una vida agradable en su pueblo de la costa mediterránea. Ayudaba en el supermercado y al salir, –aunque lloviera o hiciera frío- iba siempre al río a pescar o a recorrer sus orillas, frecuente cobijo de algún animalillo o algún secreto.
La madre de Fermín que tuvo que criarlo sola tras la espantada del marido, incapaz de hacerse cargo de “un hijo tonto”, supo que debía empujar a su hijo hasta conseguir el máximo de su capacidad intelectual. Ella, que no había pasado de primaria, buscó ayuda en el cine. El video club, abierto en los primeros años 80, justo al lado de su casa, vino a resolverle la papeleta. Fermín lo vio todo. Empezó con dibujos animados, luego cine de aventuras, cómico, oeste, comedia española, nouvelle vague, realismo italiano, cine americano independiente, national geographic... horas de cine, huevos fritos con chorizo y su madre cerca. Así todas las noches al volver del río; como un rito tranquilizador, cálido y seguro. A través de la pantalla había conocido el amor, la traición, la muerte, la belleza y el deseo, la pasión y la envidia, la ambición o el fracaso. Su madre solía decirle que esos son los únicos sentimientos que mueven el mundo desde que lo creara Dios. Por eso Fermín se consideraba bastante sabio, aunque los demás no lo creyeran.
El cine de suspense era uno de sus favoritos y, su madre lo sabía bien, Fermín adivinaba siempre quién era el asesino. Por eso, cuando planeó matar al cabrón del vecino, no cometió ningún error. Pasó muchas noches pensando y pensando. Su madre creyó que andaba enamoriscado como otras veces. Pero Fermín repasaba en su memoria miles de escenas y detalles de todas las pelis de Hitchcock hasta que lo vio todo como en una de las cintas de video: desde el principio hasta el final y parando con el mando cuando no entendía bien algún fotograma. Y lo hizo. Fermín mató al cabrón del vecino que llevaba años amargando la existencia de su mujer y sus hijos. Gritos, golpes duros, humillaciones y muchas lágrimas de esa buena mujer y de los dos niños gemelos que siempre jugaban con Fermín al escondite. Pareció un accidente. El cabrón del vecino se cayó del tejado cuando instalaba la veleta que Fermín le había regalado tras encontrarla abandonada en la orilla del río. Era una veleta preciosa, una sirena con la melena al viento, al cabrón del vecino le había encantado.
Después de aquella tarde, todo había vuelto a la normalidad pero ya sin gritos ni lágrimas ni humillaciones. Podía jugar con los niños al escondite sin que los interrumpiera ningún ogro violento y cruel. Lo único que cambió fue que Fermín ya no iba casi al río. Pasaba más tiempo con los gemelos mientras la madre estaba en el trabajo y veía menos cine porque los gemelos le iniciaron en el uso de internet abriéndole un mundo muy grande.
Internet, huevos fritos con chorizo y su madre cerca. Cuando miraba por la ventana, Fermín veía la veleta. El sabía que la sirena le estaba sonriendo.
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